Ella se levantó queriendo salir de ahí, no se lo explicaba, era como si las personas a punto de morir se aferraran con brazos invisibles a los vivos.
Estaba esa tarde, como lo venía haciendo desde hace una semana, en la habitación con su tío Víctor, cuidándolo, o más que eso acompañándolo en su agonía de llevar 6 meses viviendo con un cáncer que se apropió de un tercio de sus órganos y de casi todo su esqueleto. Víctor siempre fue su tío favorito. En su presencia, como en pocas, se sentía cómoda. Querida.
Su mamá la llamó por las escaleras.
-Ana baje que ya está el tinto. Se le enfría.
Ella se levantó inmediatamente queriendo salir de ahí pero a la vez con temor de dejarlo, no se lo explicaba, era como si las personas a punto de morir se aferraran con brazos invisibles a los vivos.
Sin acercarse mucho le dijo:
-Ya vengo ¿bueno? Ya subo.
Bajó en puntas de pie. Desde que Víctor enfermó en esa casa todos caminaban con la intención de flotar más que de pisar. Tomó el tinto en las manos, no habló nada con su mamá y volvió a subir aunque no quería. Tenía ese miedo que les da a los vivos de sentir la muerte tan cerca.
Ese día ya no era comodidad lo que sentía en presencia de su tío. Sentada al lado de la cama no sabía qué hacer con la mirada, ni con las manos, ni con un vacío que tenía desde hace horas en el estómago. Mientras movía en círculos la taza haciendo bailar un cuncho de tinto ya frío, repasaba la grande biblioteca de su tío, como lo hacía hace más de treinta años cada vez que estaba en esa habitación. Un montón de libros que ocupaban, así como el cáncer, casi todo el cuerpo de Víctor, porque para algunas personas como él, su habitación era su cuerpo materializado en otro espacio. Era una habitación muy apropiada, como las habitaciones de alguien que se va a vivir lejos de su tierra natal y para sentir el espacio como propio, pone cada detalle para recordar siempre quién es, qué le gusta, de dónde viene.
Ese día ella vio cómo era sentir dolor en todo el cuerpo. Víctor en medio de su agonía con los ojos entrecerrados y su mano señalando hacia arriba susurró:
-No me den eso. Por favor. Nana -como le decía desde pequeña- abra la ventana que ahí está mi papá.
Ella sintió un corrientazo que empezó en la garganta, llegó hasta el vientre y se quedó ahí latiendo. Pensó que lo primero a lo que se refería su tío era a que no le dieran morfina porque ya lo había dicho, cuando aún hablaba bien, que esa droga lo hacía volverse un tonto y decir incoherencias, y para Víctor, alguien que dedicó su vida a pensar y ser un estudioso, ser o parecer un ignorante era incluso más molesto que el dolor. Pero al escuchar la frase “abra la ventana que ahí está mi papá”, sintió que eso sí era algo sobrenatural, y pensó y sintió con mucha fuerza que su tío estaba viendo a alguien ya muerto, tal vez un familiar, tal vez sí era su papá. ¿Qué más podía explicar eso? Sí, seguro podía ser una confusión de su cuerpo sedado, pero ella sintió en su estómago que se trataba de algo del más allá. Una aparición. Una capacidad que desarrollan los vivos de ver a seres que están en otra dimensión. O tal vez la capacidad que tienen los muertos de visitar a quienes están próximos a morir. Eso pensó ella.
Las siguientes palabras que Víctor pronunció ya no se entendieron más. Fueron sólo sonidos, como entre susurros y quejas suaves, como de cierto alivio. Pasó una hora y esa hora Ana permaneció inmóvil. Con la certeza de que iban a pasar las dos cosas que ella no quería. La primera: la muerte de su tío, y la segunda: ella como único testigo.
Escuchó un sonido que nunca había escuchado, fue un suspiro de su tío, sonó suave y ligero como los 40 kilos que terminó pesando y largo como el recorrido del viento espeso cuando atraviesa un ventanal. Y ya no respiró más. Ana conoció uno de los sonidos que anuncian la muerte.
¿Qué hacer cuando alguien se muere ante sus ojos?, pensó Ana. ¿Qué hago?, pensó.
Pasaron unos minutos con una sensación que ella jamás había sentido en su vida, un par de minutos en los que se pausó y quedó flotando, con la mente en blanco, como si su alma, igual a la de su tío, se hubiera desprendido de su cuerpo y estuviera viendo la escena desde el techo de la habitación, sin sentir o pensar nada, simplemente estando. Temiendo.
Con dificultad logró despegar las manos de la silla y los pies del suelo, se acercó decidida a la cama y con los brazos extendidos cerró los párpados de Víctor. Como lo había visto seguramente en las películas, cerrar los ojos de un cuerpo muerto en señal de amor o tal vez de respeto por lo que fue su vida, o incluso de miedo de que un muerto siga mirando a los vivos.
A él lo invadió un cáncer y a ella la incertidumbre de cómo sería su vida después de haber sido visitada por la muerte y seguir viva.
Se levantó y dijo en voz alta:
-¡Mamá!



